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La pandemia actual de obesidad y sobrepeso infantil, exige un tratamiento de excepción

La sanidad pública tiene, ante sí, enormes retos en estos momentos, y no me refiero solo a la atención a los pacientes con medios cada vez más sofisticados y caros y al envejecimiento con pésima calidad de vida (y lleno de medicamentos), de una gran parte de la población, sino al tremendo reto que supone la obesidad infantil como fuente de patología y posterior gasto sanitario.

 

Según la OMS, la obesidad infantil es uno de los problemas de salud pública más graves del siglo XXI. El problema es mundial (en 2010 había 42 millones de niños con sobrepeso en todo el mundo), pero en España es especialmente preocupante ya que, en lo que se refiere a la población infantil, nuestro país presenta una de las cifras más altas, de modo que en los niños españoles de 10 años la prevalencia de obesidad sólo la superan países como Italia, Malta y Grecia. Somos, por tanto, el país con mayor prevalencia de obesidad infantil en toda Europa, con un crecimiento «mucho más rápido» que el de EEUU en los últimos veinte años, al pasar del 30 % al 65 % de tasa de obesidad infantil.

 

 

¿Causas? Muchas y muy diversas.

No es casual que a los niños les gusten las chuches y los alimentos grasos, es una cuestión de supervivencia grabada en nuestros genes. Las preferencias de alimentos humanos son para los alimentos más altos en calorías (grasas y azúcar), que eran escasos en todos los modos de subsistencia hasta hace relativamente poco en la historia evolutiva humana. En este sentido, los alimentos ricos en azúcares simples se asocian a recompensa y son muy frecuentemente publicitados, incluso en el ámbito escolar y familiar, llegando a ofrecerse en tamaños grandes en un afán consumista típico de un desmadre industrial sin control. En USA, el consumo de “high fructuse corn syrup» incluidos en alimentos tan comunes como el ketchup, la Coca-Cola, el pan, los cereales y hasta los yogures, ha supuesto un problema grave de salud pública, que ha llevado a plantear legislación tendente a controlar los excesos de la industria.

 

Actividades, por otro lado, que implican «tiempo sentado» como ver televisión, juegos, mensajes de texto y jugar con el ordenador, sustituyen a los juegos de calle y requieren muy poca energía. Además, los niños son muy sensibles a los anuncios que ven en televisión (tan importante se considera la influencia de la televisión sobre los más pequeños que, en Estados Unidos, se modificó la dieta del Monstruo de las Galletas de Barrio Sésamo, convirtiéndolo en un gran aficionado a las verduras).

 

Desayunar poco y de forma desequilibrada, utilizando el vaso con leche azucarada y galletas o cereales; tomar a media mañana un bollo o un refresco adquirido en máquinas expendedoras o kioskos hábilmente situados en la puerta de los colegios. Fines de semana de comida rápida muy solicitada por los niños (pizzas, hamburguesas etc), generalmente en base a conflictos de pareja que utilizan a los niños como solución de conflictos de relación etc etc. El alimento puede utilizarse como una recompensa o para consolar a un niño y estos hábitos aprendidos pueden conducir a comer en exceso.

 

Incluso factores tan, supuestamente ajenos, al problema, como la temperatura habitual en nuestras casas, se convierte en un factor en contra. En un estudio muy curioso realizado en ratones deficientes de proteína desacopladora 1 (UCP1), provocó altas tasas de obesidad inducida por la dieta solo cuando estaban expuestos a temperaturas por encima de 30ºC -la UCP1 se encarga de activar la oxidación de los ácidos grasos y la producción de calor en el tejido adiposo pardo, proporcionando calor corporal durante el estrés por frío en los animales jóvenes y algunos adultos así como durante la hibernación-. Este hallazgo sugiere que, en los tiempos modernos (con la gran mayoría de las personas que poseen calefacción central), los aumentos constantes en la temperatura del interior de las casas están exacerbando los efectos nocivos de las dietas occidentales y las normas de estilo de vida.

 

Así pues, no cabe duda de que el impacto de la revolución científico-técnica rompe con los procesos de adaptación propios de la selección natural que había operado durante toda la evolución de nuestro género. Por ejemplo, una característica de nuestro metabolismo es que nosotros somos el único mamífero grande que obtiene la mayoría de la energía a través de la absorción y metabolización de carbohidratos, lo que rara vez produce aumento de tejido adiposo ya que el metabolismo de carbohidratos está relacionado con la producción de energía. De esta forma, siempre y cuando las fuentes de proteína y grasa se ingieran en cantidades modestas, incluso un consumo excesivo de hidratos de carbono no contribuirá notablemente al depósito de grasa. Ahora bien, cuando se cumplen los requerimientos calóricos con los carbohidratos (generalmente por una actividad física muy baja) y, además, se consumen proteínas y grasas, se convertirán en triglicéridos llevando a un almacenamiento en tejido adiposo y a obesidad. Esto se debe, en parte, a que no hay depósito para almacenar proteínas como fuente regular de energía y los aminoácidos se desaminan y se convierten en grasas.

 

 

¿Qué podemos hacer?

Si no hacemos nada que sea efectivo, tenemos el ejemplo del pueblo de Nauru, una especie de nicho ecológico que nos enseña en pocos años, lo que puede ocurrir en grandes poblaciones en un futuro más lejano, gracias a su aislamiento. Nauru es una isla del pacífico, sometida a períodos de escasez de alimentos que, de pronto, gracias a la extracción de fosfatos se convierte en una población rica, teniendo, en la actualidad, una de las tasas más altas de obesidad y diabetes en el mundo. Sin embargo, en los últimos años, esta tendencia ha comenzado a revertir, con la tasa de diabetes tipo 2 que caen, a pesar de pocos cambios en la dieta o estilo de vida. Se podría decir que los nauruanos están empezando a pasar a un «epigenotipo de saciedad». Es decir, podemos liquidar un par de generaciones o tres esperando a que la evolución haga su papel (y mientras tanto, nos cargamos todo el sistema sanitario).

 

O bien, aplicamos políticas valientes y en este sentido, tenemos argumentos que pueden darnos pistas importantes sobre lo que podemos hacer de modo efectivo. Por ejemplo, sabiendo que la menor actividad física de los niños, está plenamente relacionada con el problema, el primer punto a plantear sería disminuir las subvenciones con dinero público al deporte competitivo, federativo y de espectáculo y centrarse en la actividad física generalizada, escolar y no competitiva.

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